Hace un par de días, la tele programaba dos peliculones, Dies
Irae de Carl Theodor Drever y El
Laberinto del Fauno de Guillermo del Toro y fui incapaz de terminar
ninguna de las dos. Cambiaba de uno a otro canal porque sabía la trama y me era
insoportable aguantar la quema de la chica o el asesinato de la niña. Yo que
antes era amante de obras como El Séptimo sello y El manantial de la
doncella de Ingman Bergman o las neorrealistas de Federico Fellini,
como Las noches de Cabiria o el Ladrón de bicicletas de Victtorio de Sica,
ahora no podría repetirlas porque se me ponen los pelos como escarpias. Estoy
saturada de violencia ¿Adónde lleva tanto odio, tanta fuerza destructiva, que aunque
solo sea verbal o fotográfica, nos angustia y nos aleja de los políticos a los
ciudadanos pacíficos, y añade más desazón a nuestros problemas?
Y pienso que, así como la `piel tiene memoria del sol que
hemos tomado como las lagartijas y nos llena de manchas, debe la piel del
espíritu rechazar las dosis de violencia acumulada a lo largo de la vida conforme nos adentramos en ella. Nos torra demasiado, se hace inaguantable.