“Allegados son iguales
Los que viven por sus manos
E los ricos…”
Llueve y no llueve en el
cementerio de Cañalete. Hay un trajín de mujeres con cristasol y flores y hombres
acompañando del bracete a madres que caminan con cierta dificultad entre las
sepulturas. Algunos mausoleos están adornados desde la víspera con centros hechos
en floristería, otras de macetones de margaritas blancas, amarillas y liras.,
otros de flores naturales traídas de las huertas. Hay algunos abandonados a su
suerte, casi no podemos leer las inscripciones., numerosos nichos con retratos
de los fallecidos y ramilletes pequeños en los jarroncitos adosados al mármol. Cuando
sale el sol, nada resulta tétrico en un camposanto lleno de colores, y cuando
cae la lluvia, parece que se instala cierta melancolía, pues al fin todos los
que estamos recordando a nuestros muertos sabemos que no están, que ya no
vuelven. Memento de difuntos.
El cementerio actual está situado
en el término de Cañalete. Fue inaugurado en 1867, distaba entonces algo
alejado de la ciudad, a un kilómetro de la parte habitada, aunque hoy ha
crecido la ciudad y hay casas cercanas. El traslado de los ritos funerarios
desde el Romero se tomó como medida profiláctica, ya que se desaconsejaba que
fueran los enterramientos cerca del casco urbano, o en la tierra exterior de
las iglesias, dado las numerosas epidemias causadas por el cólera, las fiebres
tifoideas, la viruela o tras enfermedades.
Los enterramientos, hasta esa
fecha de segunda mitad del XIX se hacían en el campo santo viejo, en los
terrenos que lindaban con la basílica del Romero, en la explanada, y en el
lateral derecho de la cuesta, aunque hubo enterramientos desde el siglo XVII en
la Iglesia de la Victoria, tanto en las capillas, habitualmente de gente noble,
caballeros de Malta o de Santiago con sus esposas, también los hubo en el centro de la nave
de la Iglesia , según pudimos ver en las
obras iniciadas en la Iglesia por D José
Vergara, testarudo en su denodado empeño de volver a traer a la Orden Mínima de
San Francisco de Paula a Cascante. Aunque no dieron el fruto apetecido, en las
iniciativas de restauración quedó al descubierto un osario donde debieron de
enterrarse los frailes mínimos de la ciudad, según recoge Fernández Marco que
cita el nombre de los frailes enterrados.
Los tres últimos propietarios de
nichos en la Virgen debieron ser propiedad de D Nicolás Durán, D Victoriano de San
Cristóbal, y D Francisco Xavier Ximénez Guenduláin. Allí también está enterrada
Dña. Gala Bertizberea, viuda de D Francisco Ximénez de Lerín y Amar. D
Francisco era hijo de Dña. Vicenta Amar y Borbón, hermano de Dña. Josefa, la
ilustrada aragonesa. La construcción del
nuevo cementerio obligaba a no exhumar ninguno de los cadáveres sepultados
en el cementerio viejo.
Documenta J I Fernández Marco que
durante la alcaldía de Martín Enrique Guelbenzu se compraron algunas
piezas situadas un kilómetro del pueblo a Francisco Aisa, barón de La torre y a José María López (Tejerina). . Hoy la sepultura
del barón de La Torre , junto con la de su esposa, Concepción Ximénez de Cascante, está
situada en el paso central, a mano izquierda. Nunca tiene flores. Parece que ese
cuidado de las sepulturas, el honrar a los muertos, corresponde a la
descendencia que suele recordarlos, pero Concepción Ximénez de Cascante no tuvo
hijos. La filantropía de la baronesa donó a la ciudad en su testamento ( 1893) los bienes para construir el Hospital de la
Purísima Concepción, (1917) hoy desaparecido. Tal vez mereciera unas cuantas
margaritas humildes en el recuerdo de su generosidad con Cascante. Quiso, como
una madre, amparar a los enfermos dotándoles de una institución que mejorara su
vida. Los hospitales, en aquella época, acogían a los enfermos desheredados.
Al fondo del paseo central, una capilla y una lápida de mármol
blanco donde se lee: “DOÑA LEANDRA SANCHEZ SERRANO, CARITATIVA SEÑORA QUE DONÓ
A CASCANTE EL ASILO DE ANCIANOS. Doña Leandra donó el asilo de San Leandro (!895) y trajo a Cascante para atender el asilo a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.. La capilla me
toca a mí que esté limpia y tenga flores, ya que la dama filántropa Leandra Sánchez Serrano era mi tía
bisabuela por parte de abuela paterna, y allí están enterrados todos sus
descendientes, mis abuelos y tíos y padre Fuentes Soria y otras ramas de la
familia Soria, también mi madre. A fe, que no sé dónde están los restos
mortales de mi tía bisabuela, porque ninguna lápida dentro de la capilla la
recuerda. ¿Estarán en el osario?
Paseo cuando cesa la lluvia por el paseo central del cementerio y, aunque es un paseo rápido para traer agua, hago algunas fotos de sepulcros de personas y personajes que figuraron en la historia de Cascante. Tampoco la
tumba de Mauricio Bobadilla, diputado navarro, tiene flores; ni la del jurista
navarro Antonio Morales; ni la del prelado doméstico de su santidad, D. Juan de Dios Pardo, al que recuerdo con
vestiduras púrpuras, medias rosas y zapatos de hebillas refulgentes. El paseo
central está lleno de lápidas y capillas de aquellos que en el momento de inauguración del
cementerio era gente de pro y ocupaba puestos de tronío. ¿Y quién sería el
propietario de la tumba de la familia Muro? Un poco más adelante la lápida de los Bellido Sánchez de Arquíñigo, Teniente coronel, Caballero de la Orden de Carlos III,
dice la lápida; y la de los L´Hotelleríe de Fallois; y la de los Munárriz, sus
parientes; y las de los Lapuerta, con tres preciosos centros de flores blancas y la cruz del pintor Leopoldo Albesa y su mujer, Jesusa Bellido; la de Pedo
Claver; la de los Vicente y Tutor; la de D José Vergara.; la de las monjas carmelitas. A la entrada, la tumba colectiva de los cascantinos
fusilados en la Guerra Civil y su alcalde, José Romano. Suele tener siempre
flores.
¿Qué fueron sino verduras de las eras?
Empieza a llover y me
contagia la lluvia, y no quiero mirar hoy las lápidas más antiguas en los pasillos
laterales, las de niños pequeños y sus madres, ni las de las numerosas personas
conocidas, ni las capillas del final de las tapias. No tengo ánimo para ponerme
triste; y vuelvo con el agua por donde he venido.
Creo que merece seriamente una visita al cementerio con boli
y libreta. Antes las lápidas que miro, tenían fechas, existían también los
recordatorios de los muertos, esquelas que servían para fijar las cronologías e
iniciar las investigaciones. Polvo al polvo, ceniza a la ceniza, hoy las incineraciones
lo dificultan.
“Ved que tan poco valor
Son las cosas con que andamos
Y corremos.
Que, en este mundo traidor
Al primero que muramos
Las perdemos”.