En 1956 murió Pío Baroja. Acababa
de trasladar mi residencia a Pamplona por una nueva situación familiar y era yo
una preadolescente de 13 años, voraz lectora y omnívora, que buscaba en los
libros el paraíso. Estaban al alcance de mi mano, en la biblioteca de casa, las
estupendas colecciones de Aguilar. Nadie controlaba mis lecturas que, imagino,
hubieran causado escándalo en mi colegio de las Ursulinas. Acababa de leer Vidas
Sombrías de escritor y me encontraba entre aturdida y entusiasmada con la belleza
de sus relatos de personajes imaginarios ambiguos y del ambiente vasco con sus
caseríos bosques y montañas. Era lírico y rebelde. En esas andábamos cuando, al
poco, leí en un periódico de Navarra una semblanza del escritor al que el abajo
firmante le llamaba no D Pío, sino D Impío, y convocaba a tirar piedras a la calle
que iban a dedicarle en un pueblo de Navarra. Creo que aquello me marcó de por
vida porque me da alergia la intolerancia artística censora. Me dejó pasmada.
La otra cara de la Navarra
luminosa fue la Rafael Moneo, del que, en mi búsqueda de documentar las revistas
literarias navarras, leí en una colaboración de la revista de Jesuitas de Tudela, Vuelos,
publicado hacia los años cincuenta y tantos, que fue capaz de escribir un
artículo escolar en el que alababa la obra de Picasso. Estábamos en pleno
franquismo, cuando a Picasso se le consideraba un comunista innombrable. Moneo, colegial, tendría poco más de 15 o 16 años. Me corroboró que fueron los Jesuitas
de Tudela una comunidad abierta al mundo y Moneo claramente se saltaba los
condicionantes censores para juzgar con altura el mérito sin ideologías. También
debía serlo el padre Elizalde, profesor de Literatura y director de la Revista
durante mucho tiempo, que no censuró el artículo.
En 1956, año de la muerte
de Baroja, como en los siglos áureos y los posteriores, proliferaron muchos censores capaces
de lapidar un nombre e impedir que se le dedicara una calle. En pleno siglo XX, acabada la guerra, existió un
nuevo índice de libros prohibidos y hoy todavía hay quien mata al que no cree
lo que él cree o no dice lo que quiere que diga o dice lo que no se debe decir.
El 7 de enero hizo el 7º aniversario del atentado contra el semanario Charlie
Hebbo.
Ha nacido otra nueva censura: La buenista, de los que cambian los
cuentos clásicos y los dulcifican. Censura es igualmente, el mal entendido feminismo de las
que quieren cambiar lo ya hecho. Hagamos otro distinto que nos refleje, pero no
censuremos ignorando o tachando o prohibiendo.
El mundo del Arte y de la creación
nos lleva siempre a otro universo distinto al nuestro, y es precisamente por
eso, porque no es el nuestro y no tiene por qué serlo ni coincidir con nuestro
punto de vista, por lo que nos enriquece: Nos hace salir del yo para adentrarnos en otra
alteridad. Poner en tela de juicio nuestros dogmas es sano. Leer Justina del marqués de Sade y el Kempis
de Thomás de Kempis, San Juan de la Cruz y Fernando de Rojas; Camilo José Cela
y Arturo Barea; a Arturo Pérez Reverte y Almudena Grandes; ver teatro de Eurípides,
de Tirso, de Zorrilla, de Beltort Brecht, de Lorca, de Benavente, de Arrabal o
de Sanzol nos hace más humanos, porque amplían nuestra cosmovisión. Será nuestra
capacidad de entender y de aceptar al otro lo que hará un mundo más habitable.
Los actores y actrices son capaces de meterse en un papel ajeno.
Es difícil la generosidad de citar al enemigo o al
competidor y valorarlo, pero no hacerlo es empequeñecerse. Pensamos que es
meritorio dar cancha al opuesto, pero si no lo hacemos demostramos nuestra
minusvalía y nuestros complejos de inferioridad. Defender la pluralidad y su
mérito podría ser la misión de todos los que nos llamamos gentes de la cultura. Lo
nuestro es servir de puente de entendimiento, es lo que deberíamos poder
ofrecer a un mundo dividido.
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