miércoles, 1 de septiembre de 2021

LOS AÑOS DE PLOMO ( I ) El comando

 


Pedí al responsable de la publicación Los años de Plomo que omitiese unas declaraciones a mi referidas en las que se me tildaba de revolucionaria. La palabra “revolucionaria”, poliédrica, podría referirse a cosa más o menos simpática, eso me dicen cuando me lamento y lo cuento. A veces, por ejemplo, revolucionaria en arte se refiere a métodos artísticos. Pero no en “Los años de Plomo”, no en una publicación sobre terrorismo etarra. El libro fue presentado oficialmente  en toda España y me quedó la tristeza de saber que todo lo que he luchado y escrito contra el terrorismo, quedaba desestimado por unas declaraciones inamistosas. El responsable me dijo que no era posible la rectificación, ya que el libro estaba editado. Le pedí entonces que adjuntara una nota, y lo que me dijo fue algo sobre si buscaba el protagonismo, a lo que contesté naturalmente que no, que prefería no haber sido citada ni bien ni mal, Le pedí que, si se reeditaba, borrara las declaraciones que nada añadían y mucho tergiversaban. Una niña de 12 años difícilmente puede ser revolucionaria, ni entonces lo fui ni ahora lo soy.   No pensé en demandar la publicación, dado el respeto que las víctimas del terrorismo me merecen. No iba a echar leña todavía más de la que arde al fuego, porque yo odio los fuegos, o sea odio la violencia y el terrorismo. Una escritora tiene un arma de defensa que es su escritura y yo no quisiera pasar a la historia del terrorismo como revolucionaria, aunque sea con metáfora inoportuna. Me quedó la posibilidad de escribir sobre aquellos acontecimientos en que se vio mi familia envuelta. Quizá si lo sea el que trueca una realidad que desdibuja su imagen, y más si, como en este caso, revoluciona -pone boca abajo- la imagen de la que la acogió y protegió

 

18- octubre de 1978

EL COMANDO 

Acababa de regresar de llevar a mis hijos a clase en el Ramiro de Maeztu y vagaba un poco por mi habitación, cuando Betty, la chica filipina que yo tenía entonces llamó a mi puerta

-          Señora, señora, ponte al teléfono que no sé qué pasa, que la llama su madre.

Mi madre al otro lado de la línea sollozaba y repetía mi nombre y tras ello sus sollozos:

-          Ay ay ay, acaba de salir un comando de ETA de casa.

Lloraba y no se le entendía bien, pero eso sí lo entendí muy claramente

-          Mamá, cierra la casa y veniros a Madrid.

Creo que eso también lo entendió mi madre. No hablamos más. Las palabras no le salían de la boca a ella. Nada que pensar, imaginé su angustia. Siempre estuve totalmente dispuesta a apoyar y ayudar a los míos y protegerlos, mi madre lo sabía y contaba con ello. Llamé al Banco Atlántico donde trabajaba mi marido para contarle lo ocurrido y que venían a Madrid a casa mi familia, yo sabía muy bien que contaba con él. Nuestra relación familiar con Fernando, segundo marido de mi madre, y mi madre era  entonces inmejorable. Preparé con Betty la habitación de invitados. Gracias a Dios tenía una casa grande y, aunque entonces mis cinco hijos eran pequeños, podíamos asumir la nueva situación. Me alegraba poder hacerlo.

Llegaron sobre las cuatro de la tarde, debieron recoger rápidamente lo más elemental para venir precipitadamente y sin pausa, tal era entonces en Pamplona la sensación de peligro. Antes instalaron a mis dos hermanas pequeñas en casa de una prima, casi hermana, Romerito, en Pamplona para que pudiesen continuar sus estudios y que la situación, de por sí dramática, les afectara lo menos posible. Llegaban derrotados.

Fernando estaba lleno de magulladuras y heridas. Tenía las gafas rotas, la cara amoratada y las piernas llenas de cardenales por los golpes y patadas que le habían propinado los bestias del comando. Pienso ahora que parecía abrumado y desconsolado más que irritado, como si la paliza fuera más moral que física, sus ojos miopes que antes agrandaban las gafas parecían acuosos e inexpresivos por las lágrimas. Mi madre lloraba y su llanto agudizaba las bolsas de sus ojos, sus palabras se entrecortaban, protestaba y gemía al mismo tiempo

El guardaespaldas pasó revista a la casa, dijo que el sitio más vulnerable podía ser el garaje, dado que mi casa-Julián Romea 15- se comunicaba con la carretera de la Coruña y a mano derecha por san Francisco de Sales, dos vías rápidas de salida. Decidimos que se quedarían en casa, que a nadie hablaríamos de su situación para protegerlos mejor, que no daríamos noticias fieles de dónde podían estar y que evitaríamos visitas en casa que pudieran complicarles la vida. Nada dije a la Junta de la Asociación Cultural Navarra de la que formaba parte. Secreto y hermetismo total. Eran unos tiempos en los que no existía la confianza en nadie. Carlos Sobrini, profesor de Arquitectura en Pamplona y director de la Asociación, se interesó y confié en su silencio, más tarde nos ayudaría a sobrellevarlo.

Una historia dramática que inicialmente no fue mortal, aunque luego desembocara en la muerte de un policía artificiero y la amenaza del intento de secuestro de mis hermanas. 

Eso es lo que mi madre y Fernando nos contaron:

A las 7 y media de la mañana tres personas se dirigieron a la casa de Conde de Rodezno 12, dos por un ascensor y uno por el montacargas y conminaron a Gregorio, el buen portero, que llamara a la puerta. Era la hora en que distribuía en los ocho pisos del inmueble el pan y el periódico; la llamada pues del portero era esperada. Ante la reticencia de este, ellos pusieron la cara del Gregorio en la mirilla, se cubrieron con medias y llamaron a la puerta. Fina, la chica de servicio, la abrió y en un empujón se metieron dentro, le pegaron un culatazo al portero y lo tumbaron en la alfombra del comedor, ataron a Fina y no a mi madre, que a los gritos apareció por el pasillo, como también Fernando nervioso por el escándalo que no sabía a qué atribuir. Pusieron a mi madre tapada con un edredón que le impedía el movimiento y a patada limpia llevaron a Fernando al despacho. Querían dinero al portavoz, veinticinco millones de pesetas. Ante los gritos y las amenazas Fernando se defendió, dijo que no tenía dinero en casa y continuaron las patadas y los registros. Pidieron entones un talón de 15 millones y, ante la negativa, nuevamente los insultos y los golpes. El tiempo iba pasando y los habitantes de conde de Rodezno 12 iban poniéndose nerviosos porque no venía Gregorio con el pan y los periódicos. Empezaban a abrir puertas y preguntarse dónde estaría el portero reclamando los panes y el periódico. La casa se iba despertando con inquietud y algunos guardaespaldas de los propietarios – ya que era una casa de industriales o gente solvente amenazada - subían y bajaban por las escaleras buscándolo. A todo eso, una de mis hermanas escuchaba aterrada desde el baño el trajín, muerta de miedo, hasta que no pudo más y llamó al timbre cuyo número de habitación se reflejaba en la cocina de la casa.

La operación estaba perfectamente planeada, pero no contaban con que mi hermana todavía no había bajado a sus clases de Arquitectura en la Universidad. Con sorpresa dijeron su nombre

-          La Pequeña ya ha ido al colegio. Es X, no ha ido todavía a clase.

La sacaron del baño como estaba, con una bata boatiné por encima, e imagino que despavorida. Entonces cambiaron, parece, de opinión y barajaron secuestrar a mi hermana. Pero llevaban ya 45 minutos en la casa, mi hermana tenía aún que vestirse y sería imposible bajar con   ella dado que la casa y el portal estaba ya llenos de gente, algunos con armas. Robaron lo que poco que encontraron, joyas  y una pistola. Nos enteramos después que pudo haber quizá un cuarto elemento situado en el portal, pues Antono Ibáñez, amigo de AVANCO,  nos contó que al pasar notó algo raro, sintió cierto miedo e hizo como que hablaba por megafonía con alguien. 

Los terroristas llevaban medias en la cara, e iban muy bien trajeados con maletines de ejecutivos, les debió resultar fácil quitarse la media, bajar sin más por el ascensor y marcharse prudentemente de casa, no sin antes amenazar de muerte si no les daba 50 millones de peseta que, supongo, que reclamarían después por carta. Fernando nada nos comentó en Madrid del espinoso tema. Y nunca nos habló de ese impuesto revolucionario ni sabemos si llegó a entregarlo

Así iniciamos el otoño en Madrid, queriendo hacerles la vida, dentro del horror, lo más llevadera. Fernando intentó seguir sus negocios al teléfono, pero iban mal. Mi madre se sintió útil dirigiendo la casa, ya que quise cederle el mando que asumió organizando a sus nietos, aun con la preocupación por mis hermanas pequeñas y el dolor de la incomprensión de las gentes. La abrumaba lo escasas que fueron las llamadas para interesarse por ellos – creo que cuatro o cinco, algún familiar de Cascante y un amigo magistrado de Madrid de cuyas hijas mis hermanas y yo éramos amigos, los Claver. Por el contrario, corrió la versión por Navarra de que había sido un secuestro inventado. Quizá algunos hubieran preferido que corriera la sangre, tales fueron aquellos años de plomo para los que los vivieron, odio a raudales. Esa escasa empatía por las víctimas era lo que más acongojaba a mi madre, el silencio de los supuestos amigos y conocidos. Nada quería saber de política. Creo que a Fernando lo que le indignaba es lo que estaba pasando en política, se excitaba.

Pero lo peor estaba aún por venir

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