Pedí al responsable de la
publicación Los años de Plomo que omitiese unas declaraciones a mi referidas en
las que se me tildaba de revolucionaria. La palabra “revolucionaria”,
poliédrica, podría referirse a cosa más o menos simpática, eso me dicen cuando
me lamento y lo cuento. A veces, por ejemplo, revolucionaria en arte se refiere
a métodos artísticos. Pero no en “Los años de Plomo”, no en una
publicación sobre terrorismo etarra. El libro fue presentado oficialmente en toda España y me quedó la tristeza de saber
que todo lo que he luchado y escrito contra el terrorismo, quedaba desestimado
por unas declaraciones inamistosas. El responsable me dijo que no era posible
la rectificación, ya que el libro estaba editado. Le pedí entonces que
adjuntara una nota, y lo que me dijo fue algo sobre si buscaba el protagonismo, a lo que contesté naturalmente que no, que prefería no haber sido citada ni bien ni mal, Le pedí que,
si se reeditaba, borrara las declaraciones que nada añadían y mucho
tergiversaban. Una niña de 12 años difícilmente puede ser revolucionaria, ni entonces
lo fui ni ahora lo soy. No pensé en demandar la publicación, dado el
respeto que las víctimas del terrorismo me merecen. No iba a echar leña todavía
más de la que arde al fuego, porque yo odio los fuegos, o sea odio la violencia
y el terrorismo. Una escritora tiene un arma de defensa que es su escritura y
yo no quisiera pasar a la historia del terrorismo como revolucionaria, aunque
sea con metáfora inoportuna. Me quedó la posibilidad de escribir sobre aquellos
acontecimientos en que se vio mi familia envuelta. Quizá si lo sea el que trueca una realidad que desdibuja su imagen, y más si, como en este caso, revoluciona
-pone boca abajo- la imagen de la que la acogió y protegió
18- octubre de 1978
Acababa de regresar de llevar a
mis hijos a clase en el Ramiro de Maeztu y vagaba un poco por mi habitación,
cuando Betty, la chica filipina que yo tenía entonces llamó a mi puerta
-
Señora, señora, ponte al teléfono que no sé qué
pasa, que la llama su madre.
Mi madre al otro lado de la línea
sollozaba y repetía mi nombre y tras ello sus sollozos:
-
Ay ay ay, acaba de salir un comando de ETA de
casa.
Lloraba y no se le entendía bien,
pero eso sí lo entendí muy claramente
-
Mamá, cierra la casa y veniros a Madrid.
Creo que eso también lo entendió
mi madre. No hablamos más. Las palabras no le salían de la boca a ella. Nada
que pensar, imaginé su angustia. Siempre estuve totalmente dispuesta a apoyar y
ayudar a los míos y protegerlos, mi madre lo sabía y contaba con ello. Llamé al
Banco Atlántico donde trabajaba mi marido para contarle lo ocurrido y que
venían a Madrid a casa mi familia, yo sabía muy bien que contaba con él.
Nuestra relación familiar con Fernando, segundo marido de mi madre, y mi madre era entonces inmejorable. Preparé con Betty la habitación de invitados. Gracias a Dios tenía
una casa grande y, aunque entonces mis cinco hijos eran pequeños, podíamos asumir
la nueva situación. Me alegraba poder hacerlo.
Llegaron sobre las cuatro de la
tarde, debieron recoger rápidamente lo más elemental para venir
precipitadamente y sin pausa, tal era entonces en Pamplona la sensación de
peligro. Antes instalaron a mis dos hermanas pequeñas en casa de una prima, casi
hermana, Romerito, en Pamplona para que pudiesen continuar sus estudios y que la
situación, de por sí dramática, les afectara lo menos posible. Llegaban
derrotados.
Fernando estaba lleno de magulladuras y heridas. Tenía las gafas rotas, la cara
amoratada y las piernas llenas de cardenales por los golpes y patadas que le
habían propinado los bestias del comando. Pienso ahora que parecía abrumado y
desconsolado más que irritado, como si la paliza fuera más moral que física,
sus ojos miopes que antes agrandaban las gafas parecían acuosos e inexpresivos
por las lágrimas. Mi madre lloraba y su llanto agudizaba las bolsas de sus ojos,
sus palabras se entrecortaban, protestaba y gemía al mismo tiempo
El guardaespaldas pasó revista a
la casa, dijo que el sitio más vulnerable podía ser el garaje, dado que mi
casa-Julián Romea 15- se comunicaba con la carretera de la Coruña y a mano
derecha por san Francisco de Sales, dos vías rápidas de salida. Decidimos que
se quedarían en casa, que a nadie hablaríamos de su situación para protegerlos
mejor, que no daríamos noticias fieles de dónde podían estar y que evitaríamos
visitas en casa que pudieran complicarles la vida. Nada dije a la Junta de la
Asociación Cultural Navarra de la que formaba parte. Secreto y hermetismo
total. Eran unos tiempos en los que no existía la confianza en nadie. Carlos Sobrini,
profesor de Arquitectura en Pamplona y director de la Asociación, se interesó y confié en su silencio, más tarde nos ayudaría a sobrellevarlo.
Una historia dramática que inicialmente no fue mortal, aunque luego desembocara en la muerte de un policía artificiero y la amenaza del intento de secuestro de mis hermanas.
Eso es lo que mi madre y Fernando nos contaron:
A las 7 y media de la mañana tres
personas se dirigieron a la casa de Conde de Rodezno 12, dos por un ascensor y
uno por el montacargas y conminaron a Gregorio, el buen portero, que llamara a la
puerta. Era la hora en que distribuía en los ocho pisos del inmueble
el pan y el periódico; la llamada pues del portero era esperada. Ante la reticencia
de este, ellos pusieron la cara del Gregorio en la mirilla, se cubrieron con
medias y llamaron a la puerta. Fina, la chica de servicio, la abrió y en un
empujón se metieron dentro, le pegaron un culatazo al portero y lo tumbaron en
la alfombra del comedor, ataron a Fina y no a mi madre, que a los gritos
apareció por el pasillo, como también Fernando nervioso por el escándalo que no
sabía a qué atribuir. Pusieron a mi madre tapada con un edredón que le impedía
el movimiento y a patada limpia llevaron a Fernando al despacho. Querían dinero
al portavoz, veinticinco millones de pesetas. Ante los gritos y las amenazas
Fernando se defendió, dijo que no tenía dinero en casa y continuaron las
patadas y los registros. Pidieron entones un talón de 15 millones y, ante la
negativa, nuevamente los insultos y los golpes. El tiempo iba pasando y los
habitantes de conde de Rodezno 12 iban poniéndose nerviosos porque no venía
Gregorio con el pan y los periódicos. Empezaban a abrir puertas y preguntarse dónde
estaría el portero reclamando los panes y el periódico. La casa se iba despertando con inquietud y algunos
guardaespaldas de los propietarios – ya que era una casa de industriales
o gente solvente amenazada - subían y bajaban por las escaleras buscándolo. A todo eso,
una de mis hermanas escuchaba aterrada desde el baño el trajín, muerta de
miedo, hasta que no pudo más y llamó al timbre cuyo número de habitación se
reflejaba en la cocina de la casa.
La operación estaba perfectamente
planeada, pero no contaban con que mi hermana todavía no había bajado a sus
clases de Arquitectura en la Universidad. Con sorpresa dijeron su nombre
-
La Pequeña ya ha ido al colegio. Es X, no ha ido todavía a clase.
La sacaron del baño como estaba, con una bata boatiné por encima, e imagino que despavorida. Entonces cambiaron, parece, de opinión y barajaron secuestrar a mi hermana. Pero llevaban ya 45 minutos en la casa, mi hermana tenía aún que vestirse y sería imposible bajar con ella dado que la casa y el portal estaba ya llenos de gente, algunos con armas. Robaron lo que poco que encontraron, joyas y una pistola. Nos enteramos después que pudo haber quizá un cuarto elemento situado en el portal, pues Antono Ibáñez, amigo de AVANCO, nos contó que al pasar notó algo raro, sintió cierto miedo e hizo como que hablaba por megafonía con alguien.
Los terroristas llevaban medias en la cara, e iban muy bien trajeados con maletines de ejecutivos, les debió resultar fácil quitarse la media, bajar sin más por el ascensor y marcharse prudentemente de casa, no sin antes amenazar de muerte si no les daba 50 millones de peseta que, supongo, que reclamarían después por carta. Fernando nada nos comentó en Madrid del espinoso tema. Y nunca nos habló de ese impuesto revolucionario ni sabemos si llegó a entregarlo
Así iniciamos el otoño en Madrid,
queriendo hacerles la vida, dentro del horror, lo más llevadera. Fernando
intentó seguir sus negocios al teléfono, pero iban mal. Mi madre se sintió útil
dirigiendo la casa, ya que quise cederle el mando que asumió organizando
a sus nietos, aun con la preocupación por mis hermanas pequeñas y el dolor de la
incomprensión de las gentes. La abrumaba lo escasas que fueron las llamadas para interesarse por
ellos – creo que cuatro o cinco, algún familiar de Cascante y un amigo
magistrado de Madrid de cuyas hijas mis hermanas y yo éramos amigos, los Claver.
Por el contrario, corrió la versión por Navarra de que había sido un secuestro
inventado. Quizá algunos hubieran preferido que corriera la sangre, tales fueron
aquellos años de plomo para los que los vivieron, odio a raudales. Esa escasa
empatía por las víctimas era lo que más acongojaba a mi madre, el silencio de
los supuestos amigos y conocidos. Nada quería saber de política. Creo que a Fernando lo que le indignaba es lo que estaba pasando en política, se excitaba.
Pero lo peor estaba aún por venir
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